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Mi hijo, mi maestro

Mi hijo, mi maestro

Por Alessia Funari

 

Por primera vez, me siento a escribir sobre mi maternidad… Es algo que constantemente ronda en mi cabeza, pero ¡qué difícil es plasmar en cierto número de palabras lo que este viaje significa para mí!

 

Fui mamá joven, no adolescente, pero sí joven. A mis 22 años, me enteré que estaba embarazada de una persona que había conocido hacía apenas tres meses, y pese a que me dieron la opción de no tenerlo, estaba totalmente segura de que era lo que quería y tenía que hacer.

 

Mis papás me apoyaron, como lo han hecho siempre, para que yo pudiera completar mis estudios, entre muchas otras cosas más.

 

Yo tenía 22 años y el 30; vivía solo, tenía un trabajo y “su sueño era ser papá”. ¿Qué podía salir mal?

 

Me atrevo a confesar que nunca me sentí enamorada de él, ni atraída, pero sí atrapada. ¿Por qué atrapada? Porque crecí en una sociedad en la que el concepto de familia estaba representado por una mamá, un papá e hijos. Si bien mi familia nunca fue estricta en ese sentido, todo lo que veía apuntaba a que, para encajar, para ser feliz y para estar completa, mi hijo necesitaba un padre. En ese momento, era todo lo que importaba para mí. ¿Si me trataba bien? Eso ya no importaba… ¿Si me respetaba? Tampoco. Tenía que aguantar porque, como muchas veces pensé, ¿quién iba a querer a una madre soltera?

 

Después de tener tantas ideas preconcebidas en mi cabeza, de querer encajar, de querer sentir y ser feliz, más mis propias falencias como ser humano, me perdí totalmente: me perdí en mi actuar, me perdí en mis sentimientos, me perdí en mi maternidad y entré en un círculo de violencia y de dolor que no me permitía ver más allá de mí misma; perdí de vista todo lo que realmente importaba y me enfoqué en que mi hijo tuviera el papá que él -creía yo- merecía.

 

Después de años de malos tratos, entendí que ni mi hijo ni yo necesitábamos a alguien en nuestra vida que no fuera un aporte y que yo era la responsable de cambiar nuestra realidad. ¿Por qué yo? Porque yo podía hacerlo, porque yo tenía la claridad y la fuerza para centrarme en lo realmente importante de la vida, que es ser feliz y que mi hijo lo sea, que mi hijo tenga una mamá que sonría y no que llore, que mi hijo tenga una mamá segura y no que crea que por no tener un hombre a su lado, vale menos… ¡Menos uno que no nos cuida! Me tomó dos años entenderlo y cinco ponerlo efectivamente en práctica, con la voluntad de avanzar y nunca más retroceder.

 

No puedo decir que no tuve ayuda en el camino. Agradezco infinitamente a mi familia y a mis amigos que me apoyaron en todo momento, sobre todo en los más difíciles… ¡Cuántos años tuvieron que vivir con el miedo de lo que nos podía pasar! Incluso mi cuerpo, a través de constantes jaquecas, colon irritable y hasta un cáncer menor, pedía ayuda a gritos. Ahí fue cuando terminé de entender que nadie más que yo, sabía lo que era correcto para mí y cómo mi cuerpo me mandaba distintas señales para no perder el rumbo.

 

Al haber recorrido este camino, al haber aprendido a escucharme, comencé a sentirme diferente: nuevas sensaciones, nuevas emociones, nuevos intereses, nuevos gustos… Y ahí me encontré con un nuevo “problema”: me enamoré de una mujer. Volví al tema de las ideas preconcebidas y un nuevo desafío se generó en mi cabeza y en mi entorno… Ya sabía que no necesitaba un hombre a mi lado, pero ¿entonces qué? ¿Cómo y dónde entraba una mujer en nuestras vidas? ¿Esa era la vida que le quería entregar a mi hijo? Esas eran mis constantes interrogantes, angustias y preocupaciones… Más allá de tener que asumir mi sexualidad, tenía el peso de cómo le iba afectar a él… “Peso”, qué palabra tan fuerte para algo que debiese ser natural… Afortunadamente, para los niños sí lo es. Entendí que no se trataba de la vida que yo creía que le tenía que entregar, ni de que él pudiera sufrir o no con mis decisiones… Él es feliz cuando yo soy feliz. Él está bien cuando tenemos una conexión real y profunda; y logramos tenerla cuando soy coherente conmigo misma, con lo que soy, con lo que quiero y con lo que creo, y ese es el valor y el recurso más grande que puedo transmitirle a mi hijo como madre…

 

Es nuestro trabajo como adultos, independiente del tipo de familia que conformemos, entregarles las herramientas a las nuevas generaciones para ser más abiertos, sanos y vivir a través del amor y de la aceptación. Espero ser un ejemplo de bondad y amabilidad para mi hijo, que el día de mañana él sepa respetar y tratar bien tanto a hombres como mujeres, y que las decisiones que tome sean para ser feliz y no para cumplir las expectativas que se nos impusieron.

 

Rafael, después de 9 meses en mi vientre y 7 años juntos, no me queda más que agradecerte por ser el mejor maestro que la vida me pudo dar. Me enseñas, día a día, lo que es el amor, a estar presente, la importancia de mirarte a los ojos y vivir la maternidad, desde lo más profundo de mí, para comprenderte y acompañarte el tiempo que me necesites en este camino que elegiste… Y aún así, me das el espacio y la sabiduría para vivir y recorrer, como mujer, mi propio camino. Si de algo estoy segura, es que independiente de cómo decidas vivir tu vida, sabrás respetar y amar a quienes caminen, corran o vuelen junto a ti…. Gracias por tanto, Rafiki.