Descubriendo un vínculo
Por Lina Aristizábal
Reconozco que en mis pensamientos nunca estuvo el de ser mamá. Me llegó por sorpresa y lo acepté con algo de miedo. No me sentía preparada en ningún sentido: no se me daba bien la adultez (aún estoy aprendiendo), tampoco tenía un trabajo estable y acababa de volver con mi pareja. Afortunadamente, tuve un embarazo bastante tranquilo, sin malestares, ni dolores. La estabilidad fue llegando a medida que crecía Benjamín y comprobé ese dicho que “cada niño trae el pan bajo el brazo”. Con cinco meses de embarazo y en plena pandemia, conseguí trabajo como asesora de comunicaciones de @ReyesKuri.
A la semana 38 nació Benjamín. Comenzamos trabajo de parto el 9 de septiembre a las 11:00 de la noche. Hicimos un ritual de bienvenida para recibirlo: prendimos velas, pusimos música y me concentré en sentir sus movimientos, en respirar y hacer todo para lo que me había preparado con mi doula (gracias infinitas por tu amor y compañía, Anita. Esta familia te quiere con el alma). Cuando amaneció, yo, que no oigo reguetón, bailé Maluma y Camilo durante casi ocho horas, mientras mi esposo me calentaba compresas, contaba mis contracciones y hacía masajes para aliviar el dolor del coxis. Hacia las 4:00 de la tarde, no me aguanté más el dolor y nos fuimos para la clínica. Allá las cosas fueron muy diferentes al trabajo de parto tan lindo que veníamos haciendo.
Nos habían dicho que mi esposo podía estar a mi lado durante el trabajo de parto. Sin embargo, estuvimos casi seis horas separados y sin saber nada el uno del otro. Mientras él se llenaba de angustia, yo comenzaba la experiencia más difícil, dolorosa, feliz, miedosa, retadora, gratificante y todas las emociones, porque ese 10 de septiembre fue el día en que más he sentido en mi vida. Me había informado muy bien sobre lo que significaba el parto y había tomado unas decisiones frente a él. Por ejemplo: no quería que me indujeran las contracciones, epidural solo si la pedía, quería romper fuente de forma natural y por encima de todo, no quería una episiotomía. Mi ginecóloga no se mostró a favor de mis decisiones, son pocos los ginecólogos amigos del parto humanizado, pero ya estaba encima para buscar otro. Como ella solo estuvo presente hasta el final de la noche, alguien que no había visto en mi vida me hizo un tacto vaginal en el que “casualmente” rompí fuente. Después oí decir que me la rompieron, a pesar de que me dijeron que lo había hecho de forma natural.
Todo el tiempo tuve mucha sed, desde que llegué, hasta el final, pedí que me dejaran tomar algo, pero no fue posible. Finalmente, pasadas las 11 de la noche y habiendo cumplido las 24 horas despierta, el agotamiento y la frustración me llevaron a pedir la cesárea, pero justo en ese momento comencé a pujar. Durante el expulsivo, mi ginecóloga solo me apuraba diciéndome que “ya llevaban mucho tiempo ahí y que tenían que irse”, entre otras frases poco alentadoras. Como Benjamín no estaba bajando a su velocidad, decidió sacarlo con fórceps mientras otra persona me empujaba la barriga. Además de la episiotomía, tuve un desgarro nivel 4. Cuando me estaba cociendo, me dijo: “tienes que ir a donde un especialista en piso pélvico porque te puede quedar una incontinencia fecal”. Ese comentario me llenó de tanto miedo, que estuve tres días sin ir al baño.
Toda esta situación en la clínica hizo que mi primera cita con Benjamín estuviera lejos de ser como “todas” las mamás la describen y eso me llenó de una culpa silenciosa que sumado al corte, al desgarro desde la vagina hasta el ano y la incontinencia fecal, abonaron el terreno para una depresión post parto.
Después de muchas lágrimas y de ver transitar pensamientos muy difíciles, entendí que estamos viciados de un falso “deber ser” que fija parámetros de conducta que anulan, y hasta reprochan, toda opinión de crudeza sobre la otra cara de las cosas. Nos dicen que el parto, la lactancia o la maternidad es lo mejor que le puede pasar a una mujer y que no hay momento más sublime que ese primer encuentro con nuestro bebé. Pues sí y no. La vida tiene muchos sabores y colores, y no deberíamos romantizar todo hasta el punto de solo ver lo lindo y anular el resto. La lactancia es hermosa, sí, pero también es agotadora y ni hablar de lo que puede llegar a doler cuando los pezones se agrietan o tienes una mastitis. O el sacrificio de tener que extraerte cada cierto tiempo, la angustia si la leche no te baja, lo que tienes que dejar de comer o el cambio en tu dieta y hábitos. También entendí que mi vínculo con Benjamín lo construyo cada día y que nada tiene que ver con ese primer encuentro.
Toda esta historia dejó, además, un proyecto de ley hermoso en el que estoy trabajando para que todas las mujeres que quieran tener a sus hijos e hijas en casa puedan hacerlo con plena confianza y seguridad, como me hubiera gustado a mí, como quiero y espero que sea mi segundo parto.