Con mi hijo volví a nacer
Por Manuela Fajardo
Antes era muchas cosas, pero no era mía. Excavaba en cada rincón que visitaba a ver si podía encontrar algún pedazo de mí que hubiera perdido en el camino. Recurría a las miradas buscando aprobación. Miraba para adentro y encontraba telarañas en cada espacio. Antes era yo, pero no me habitaba.
Recuerdo, como si hubiera sido ayer, el momento en el que supe que estaba embarazada. La voz se me quebró y las piernas se me paralizaron. El mundo parecía de repente pesar más que nunca. El tiempo transcurría parsimonioso e inalterable. No encontraba, aunque quisiera, un espacio para respirar; parecía que, de repente, todo el oxígeno de la tierra se había desvanecido. Me vi inmersa en miles de miedos, sin respuesta, expuesta y aislada, y sabía que, aunque quisiera, ya nada volvería a ser igual.
Los primeros días fueron ajenos. Sentí, por primera vez, la sensación de no saberme dueña de mi cuerpo, de verme al espejo y desconocerme por completo. Con el pasar de los días, cada respiro se hacía más liviano y cada decisión parecía tener más sentido. Sabía que cargaba a mi hijo. No lo sentía, sin embargo, lo imaginaba, siempre lo imaginaba…
Comencé a hablarle, a abrazarlo desde mis entrañas, a reconocerlo. Aun cuando estaba dentro de mí, había muchas cosas que nos separaban. Contemplé como el universo nos hacía uno solo, como dentro de mí se concebía y, una vez más, tuve miedo. Tuve miedo porque sentí, por primera vez, que vivir sin él sería un suplicio. Lo amaba y lo empezaba a entender. Lo amaba y me asustaba, porque amarlo significaba renunciar a lo que era antes. Lo amaba y me dolía, porque dentro de mí me rehusaba al cambio.
Los peces nos deleitan con una danza liviana y sencilla: van contracorriente simulando hacer el mínimo esfuerzo, mueven sus aletas con tanta simplicidad que a veces perturba su calma. Así nadó mi hijo dentro de mí; y lo sentí, lo sintió mi alma, lo sintió mi cuerpo y me cambió. Me cambió para siempre.
Cuando lo tuve entre mis brazos por primera vez, supe que en el mundo no había encontrado un amor similar; supe de inmediato que todo lo que juntos habíamos construido durante nueve meses, era la respuesta a ese cambio, a esa necesidad que estaba implícita en mis entrañas, a esa necesidad de volver a comenzar, de empezar a existir. Sus ojos llenaron cada espacio donde antes habitaba el miedo y me dio toda la fuerza que necesitaba para sacar de mis bolsillos todo el peso, para desprenderme de las cargas, esas que no me correspondían y que, sin embargo, a veces arrastraba. Lorenzo me ha acompañado en cada coma, cada espacio y cada suspiro. Ha traído al mundo tanta paz, que ponerlo en palabras resulta casi imposible.
Hemos caído y sí que ha dolido, porque con su llegada también he experimentado el miedo constante. Su vida ha traído tanta vulnerabilidad a la mía que, aunque quisiera, no podría terminar de agradecérselo. Así lo dijo Leila Guerriero: “basta con saber que cuando caemos no estamos solos”. Y la verdad es que ya no, ya no estoy sola, ahora lo tengo a él.
Ya hemos recorrido algunos pasos, escalado algunas montañas, llorado varios dolores, hemos abrazado y acariciado el regalo de tenernos, de amarnos, de apoyarnos. Con él he sido lo que siempre quise ser; con él he entendido que, aunque el mundo duela un poquito, todo es pasajero, todo fluye y finalmente todo pasa. A su lado me he descubierto de mil nuevas maneras, he podido verme al espejo y reconocerme, reconocer que todo lo que he sido y he dejado de ser no ha sido en vano. A su lado he entendido que, a veces, para ver hay que empezar por cerrar los ojos, que vinimos a desaprender y que eso está directamente relacionado con amar, porque solo en lo diverso, solo en el cambio, en lo desconocido, en lo que nos lleva a no reconocernos y a hundirnos en la vulnerabilidad, podemos encontrar lo que nos llena, construye y enseña.
Ese día de septiembre, cuando entraba a la clínica con la incertidumbre colgando de mis hombros y el miedo abrazándome, entendí que no solo estaba por nacer Lorenzo, sino que con él yo volvía a hacerlo. Hoy lo veo y no termino de creer que este aquí, y que su vida tan frágil, liviana y sencilla, haya silenciado al mundo, para ahí, en ese sigilo ensordecedor, encontrarnos él y yo.