Una mamá especial
Por Amanda Cañón
El privilegio más grande que Dios ofreció a la mujer es la maternidad. Qué dicha más inmensa cuando llega dentro de un hogar que lo espera con ansia. ¿Será varón? ¿Será mujer? ¿Se parecerá a ti? ¿Se parecerá a mí? Tantas preguntas, tanta espera. Muchos meses después vienen los dolores físicos, pero con la esperanza que en un momento terminará con una emoción muy grande, con lo que he esperado durante tantos meses: la noticia, el heredero(a), el nieto(a), el sobrino(a).
Cuando ya nos dan esa pequeña criatura y nos dicen: «es… niño». La alegría, mi segundo hijo nació sano, está completo, está bien. Se vienen los días siguientes y todo el mundo quiere conocerlo y jugar con él. Pasan los meses y la vida empieza su rutina normal: llanto, pañales, biberones, risas, etc. Pero un infortunado suceso hace que esto cambie: el dolor de un accidente que cambia todo lo que se ha vivido. “Su hijo sufrió un daño neuronal, tenemos que esperar”, me dicen. Pasan los años y la noticia no favorece. Mi hijo quedó con una parálisis cerebral. No es un niño como los demás, tiene una condición excepcional….
Llega un momento en que no sabemos qué hacer. ¿Quién tuvo la culpa? ¿Dios nos abandonó? ¿Por qué nosotros? Médicos, psicólogos y empieza un proceso de aceptación tan difícil porque el mundo nos mira diferente. Ya no sonríen con el bebé, sino que lo miran con pesar. Ya no juegan con el niño porque les da miedo lastimarlo y a nosotros nos miran con lástima. No queremos eso. Necesitamos valor, que las personas entiendan que estamos en una situación especial, diferente, que nos exige más compromiso, más amor, más entrega, más dedicación. Solo quienes tienen hijos con una condición excepcional entienden que más duele la lástima y la mirada de pesar de aquellos que tienen hijos, como dirían muchos, “normales”. Mi hijo es un ángel que me dio la vida para valorarla, asumirla con una mirada de amor, con otros retos y con otras grandes vivencias. Hoy soy una madre especial y aunque no ha sido fácil, cuando veo a mi hijo, doy gracias a Dios por permitirme cuidar uno de sus más preciados tesoros.
- Amanda tiene 55 años y lleva más de 30 años trabajando en Terpel.